El reloj era precioso y su valor así lo hacía
presumir. “Cuesta alrededor de $ 2.800”, dijo el vendedor para luego agregar
con admiración “y bueno…son suizos”. Así fue como abandoné ese local, pensando
en aquel país mediterráneo de paisaje montañoso donde se hablan más de cuatro
idiomas (alemán, francés, italiano, romance, entre otros) y que está dividido
en 26 cantones que estructuran la Confederación Helvética. Un estado nacional
altamente cosmopolita que representa en su seleccionado de fútbol a la
auténtica Torre de Babel, ya que la gran mayoría de sus jugadores es de
ascendencia foránea, siendo su técnico el reconocido alemán Ottmar Hitzfeld.
Justamente, esa característica multifacética hace aún más sorprendente que ese
grupo dispar consolidase el impenetrable bloque que logró repeler los avances
argentinos durante casi 120 minutos. Un simple esquema táctico de defensa y
contragolpe que alcanzó la perfección de ese Tag Heuer que me había
deslumbrado.
Caminé un par de cuadras sin rumbo alguno,
tal como nuestros jugadores deambularon sobre el campo de juego durante todo el
primer tiempo. Desorientados e incómodos ante el cerrojo forjado por el viejo
Ottmar, fueron incapaces de enhebrar una respuesta. Con seguridad, la segunda
mitad tendría que ser mejor. Sobre todo porque un sabiondo del fútbol había
asegurado, con un dejo de soberbia, que el arquero rival ofrecía una floja
resistencia. Pues se habrá equivocado de mundial, porque Diego Benaglio sacó
todos los Objetos Redondos Terrestres Orientados (O.R.T.O.) que se desplazaron
en sus dominios. En la etapa complementaria, atajó un rasante latigazo de Messi
que se colaba junto al palo derecho, manoteó un cabezazo de Higuaín que se
metía por sobre su humanidad y voló para tapar un bombazo de Rojo que se
perfilaba hacia su ángulo superior izquierdo.
En el palco oficial, imaginé a Grondona mirando
de reojo a Blatter, quien esbozaría una pícara sonrisa. Probé un chocolate que
guardaba en un bolsillo y éste sabía a rancio en comparación con la exquisitez
de una tableta Lindt. La avenida 9 de Julio estaba desierta y mi visión no
identificaba al famoso obelisco en su sitio. Parecía haberse transportado al
área argentina, para ayudar a Federico Fernández a incomodar al gigante
helvético que frenteó por encima del travesaño de Romero, en el minuto ‘92.
Preso de la tensión, decidí volver a la
oficina tan rápido como Roger Federer eliminó una y otra vez a cada uno de sus
rivales, durante una década y media, hasta convertirse en el rey del tenis. Y
fue su majestad quien con un milimétrico drive sacó del partido a Marcos Rojo,
el mejor de los nuestros. Incrédulo, sacudí mi cabeza para esfumar el espanto,
aunque no lo hice tantas veces como las que Mascherano y compañía intentaron
voltear al endemoniado Shaqiri. Ese petiso escurridizo que daba forma a la
pesadilla. Por derecha o izquierda, con los movimientos frenéticos de una
ardilla, el nacido en Serbia provocó en más de una ocasión el choque de
nuestras pupilas.
En ese momento, apreté mis puños y entré en
el edificio. Tomé el ascensor e ingresé a la oficina casi desencajado. Corría
el minuto 117 y en la cocina del piso, que se encontraba completa por una
muchedumbre, mi alma se reencontró con su cuerpo, el mismo que se había
mantenido inmóvil delante del televisor durante más de una hora y media. Claro,
harta de tanto nerviosismo la pobre abandonó su envase por un rato en busca de
distracción, aunque el sufrimiento continuó. Por eso volvió y lo hizo
puntualmente, en el instante justo en el que Palacio recuperó la pelota y la
entregó a Lionel Messi. Ese enano que emponchado con la 10 del mejor de todos
los tiempos se decidió a ser el mejor de este momento e inició su carrera hacia
la gloria.
Comencé a correr detrás de él, a pesar de que
mi cuerpo se mantuviese quieto en la misma posición. En el césped, escuché
veloces pisadas por todos lados. Miré a mi alrededor y habían otros 40 millones
de sueños compatriotas corriendo junto a nosotros. “Dásela al que viene por la
derecha”, gritó mi mente. Y sus piernas respondieron al pedido. Luego, fue todo
confusión. Cuando mi conciencia retomó el control me encontré gritando “gol”,
abrazado a un par de compañeros. Un desahogo que extinguió todas las voces,
aunque sin poner fin a la tortura.
De repente, no recuerdo el minuto, ni la
jugada, ni quién era yo…pero la pelota pegó en el poste del arco de Romero.
¡Pegó en el palo! Mientras, apuradísimo, el Papa Francisco terminaba de escribir
en las páginas del Libro Sagrado el destino final de ese balón, que volvió a la
posición del suizo que lo había impulsado. El esférico rebotó en su rodilla y
se fue afuera acompañado por un ángel que custodiaba el cumplimiento del
mandato de Bergoglio. Y así llegó el fin, porque no quiero ni que me hablen de
ese supuesto tiro libre posterior. Esa jugada nunca existió, fue un cruel
espejismo.
De esta manera llegamos a cuartos, sudando
nervios en esta ronda en la que hay que ganar como sea. Y si bien el sueño
todavía sigue intacto, Sabella empezá a abrir los ojos, porque como es sabido
que a esta altura no tenés la receta para hacernos jugar mejor, acércate a
Bilardo y pedile la del bidón.