jueves, 3 de julio de 2014

La Pesadilla Suiza

El reloj era precioso y su valor así lo hacía presumir. “Cuesta alrededor de $ 2.800”, dijo el vendedor para luego agregar con admiración “y bueno…son suizos”. Así fue como abandoné ese local, pensando en aquel país mediterráneo de paisaje montañoso donde se hablan más de cuatro idiomas (alemán, francés, italiano, romance, entre otros) y que está dividido en 26 cantones que estructuran la Confederación Helvética. Un estado nacional altamente cosmopolita que representa en su seleccionado de fútbol a la auténtica Torre de Babel, ya que la gran mayoría de sus jugadores es de ascendencia foránea, siendo su técnico el reconocido alemán Ottmar Hitzfeld. Justamente, esa característica multifacética hace aún más sorprendente que ese grupo dispar consolidase el impenetrable bloque que logró repeler los avances argentinos durante casi 120 minutos. Un simple esquema táctico de defensa y contragolpe que alcanzó la perfección de ese Tag Heuer que me había deslumbrado.
Caminé un par de cuadras sin rumbo alguno, tal como nuestros jugadores deambularon sobre el campo de juego durante todo el primer tiempo. Desorientados e incómodos ante el cerrojo forjado por el viejo Ottmar, fueron incapaces de enhebrar una respuesta. Con seguridad, la segunda mitad tendría que ser mejor. Sobre todo porque un sabiondo del fútbol había asegurado, con un dejo de soberbia, que el arquero rival ofrecía una floja resistencia. Pues se habrá equivocado de mundial, porque Diego Benaglio sacó todos los Objetos Redondos Terrestres Orientados (O.R.T.O.) que se desplazaron en sus dominios. En la etapa complementaria, atajó un rasante latigazo de Messi que se colaba junto al palo derecho, manoteó un cabezazo de Higuaín que se metía por sobre su humanidad y voló para tapar un bombazo de Rojo que se perfilaba hacia su ángulo superior izquierdo.
En el palco oficial, imaginé a Grondona mirando de reojo a Blatter, quien esbozaría una pícara sonrisa. Probé un chocolate que guardaba en un bolsillo y éste sabía a rancio en comparación con la exquisitez de una tableta Lindt. La avenida 9 de Julio estaba desierta y mi visión no identificaba al famoso obelisco en su sitio. Parecía haberse transportado al área argentina, para ayudar a Federico Fernández a incomodar al gigante helvético que frenteó por encima del travesaño de Romero, en el minuto ‘92.
Preso de la tensión, decidí volver a la oficina tan rápido como Roger Federer eliminó una y otra vez a cada uno de sus rivales, durante una década y media, hasta convertirse en el rey del tenis. Y fue su majestad quien con un milimétrico drive sacó del partido a Marcos Rojo, el mejor de los nuestros. Incrédulo, sacudí mi cabeza para esfumar el espanto, aunque no lo hice tantas veces como las que Mascherano y compañía intentaron voltear al endemoniado Shaqiri. Ese petiso escurridizo que daba forma a la pesadilla. Por derecha o izquierda, con los movimientos frenéticos de una ardilla, el nacido en Serbia provocó en más de una ocasión el choque de nuestras pupilas.
En ese momento, apreté mis puños y entré en el edificio. Tomé el ascensor e ingresé a la oficina casi desencajado. Corría el minuto 117 y en la cocina del piso, que se encontraba completa por una muchedumbre, mi alma se reencontró con su cuerpo, el mismo que se había mantenido inmóvil delante del televisor durante más de una hora y media. Claro, harta de tanto nerviosismo la pobre abandonó su envase por un rato en busca de distracción, aunque el sufrimiento continuó. Por eso volvió y lo hizo puntualmente, en el instante justo en el que Palacio recuperó la pelota y la entregó a Lionel Messi. Ese enano que emponchado con la 10 del mejor de todos los tiempos se decidió a ser el mejor de este momento e inició su carrera hacia la gloria.
Comencé a correr detrás de él, a pesar de que mi cuerpo se mantuviese quieto en la misma posición. En el césped, escuché veloces pisadas por todos lados. Miré a mi alrededor y habían otros 40 millones de sueños compatriotas corriendo junto a nosotros. “Dásela al que viene por la derecha”, gritó mi mente. Y sus piernas respondieron al pedido. Luego, fue todo confusión. Cuando mi conciencia retomó el control me encontré gritando “gol”, abrazado a un par de compañeros. Un desahogo que extinguió todas las voces, aunque sin poner fin a la tortura.
De repente, no recuerdo el minuto, ni la jugada, ni quién era yo…pero la pelota pegó en el poste del arco de Romero. ¡Pegó en el palo! Mientras, apuradísimo, el Papa Francisco terminaba de escribir en las páginas del Libro Sagrado el destino final de ese balón, que volvió a la posición del suizo que lo había impulsado. El esférico rebotó en su rodilla y se fue afuera acompañado por un ángel que custodiaba el cumplimiento del mandato de Bergoglio. Y así llegó el fin, porque no quiero ni que me hablen de ese supuesto tiro libre posterior. Esa jugada nunca existió, fue un cruel espejismo.

De esta manera llegamos a cuartos, sudando nervios en esta ronda en la que hay que ganar como sea. Y si bien el sueño todavía sigue intacto, Sabella empezá a abrir los ojos, porque como es sabido que a esta altura no tenés la receta para hacernos jugar mejor, acércate a Bilardo y pedile la del bidón.

No hay comentarios:

Publicar un comentario