miércoles, 27 de marzo de 2013


EMPAPADOS



Cuando el cardenal Jean Louis Tauran se asomó al balcón y anunció el nombre del nuevo Papa, nos tiró por la cabeza dos mil años de historia. Un Sumo Pontífice argentino y jesuita aparecía como la solución escogida por el cónclave sacerdotal para los problemas terrenales que aquejan a la institución eclesiástica.

Esta es la primera, y tal vez la única vez, en que un compatriota se erige como la figura más influyente de Occidente. Un desafío más que gigantesco, tanto para Francisco como para su país de origen. Porque más allá de todas las labores que tendrá como Papa, la Argentina ocupará un interesante lugar en el escenario mundial.

Una profunda alegría y emoción inundó al pueblo argento, como una ola de esperanza en medio del torbellino de crisis en que se encuentra sumida nuestra nación. El efecto que produjo el hecho de que un coterráneo se calzase tal investidura, movilizó a miles de personas hacia las calles e iglesias. Casi provocando un despertar de la fe perdida. Y no era para menos, ya que las palabras del francés habían refrendado aquel conocido dicho criollo que asegura que Dios abraza la bandera celeste y blanca. Sin embargo, el sentimiento de algarabía no fue compartido por todos. Dentro del sector político dominante, lejos de derramar alguna lágrima, algunos fruncieron el entrecejo ante la inesperada noticia. Como si alguna esfera de poder estuviese cobrando mayor fuerza que la propia, poniendo en jaque algún tipo interés.

Desde un primer momento, las pequeñeces de este esquizofrénico gobierno nacional denotaron un excesivo temor ante el tamaño alcanzado por el ex arzobispo de Buenos Aires. Quizás, a causa de los innumerables desplantes proporcionados por la Casa Rosada a Bergoglio, algún oficialista de alto rango podría haber imaginado la llegada de una represalia por parte del jesuita. Aunque claro está, éste tendrá problemas mucho más importantes por resolver que disputar una absurda batalla contra la presidencia de Cristina Fernández.

El vuelco masivo de los sectores populares a favor de la figura de Francisco, fueron suficiente motivo para que el kirchnerismo depusiera su actitud confrontadora. Por ejemplo, poniendo punto final a la insólita campaña sucia lanzada contra el Papa. Así fue como de buenas a primeras, el supuesto cómplice de los militares se convirtió en “su Santidad”, inspirando elogios y súplicas de perdón por parte de los otrora infieles. Lógicamente, habían tomado nota que el personaje en cuestión conduce, ni más ni menos, los ánimos espirituales de más de mil doscientas millones de personas en todo el mundo. Fenomenal ejército como para librar una auténtica guerra santa en su contra. Entonces, en las compuertas de las elecciones legislativas de octubre, alguna mente sobria habrá aconsejado a la presidente no generar un conflicto por demás inútil.

En resumen, la oportunidad que se le presenta a la Argentina es, probablemente, una de las más grandes de los últimos tiempos. Con una Europa estrangulada económicamente y una Latinoamérica considerada como la nueva tierra próspera, la mera condición de argentino del Papa nos podría situar en una expectante posición del escenario mundial. Cuanto menos, el centro aprenderá a ubicarnos en el mapa. Una excelente posibilidad para restablecer relaciones con el mundo que realmente puede atraer beneficios e inversiones por estos pagos. Atrás deberían quedar los acercamientos poco felices con la Venezuela totalitaria o el intransigente régimen iraní. Es por eso que, del éxito de Francisco en su empresa en el Vaticano y, sobre todas las cosas, la racionalidad del conjunto de nuestra clase política, dependerá que el movimiento pendular de la suerte nos deposite en un lugar de privilegio o nos abandone en el ostracismo.  

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